¡Venga! ¡Vamos! ¡No te entretengas! ¡Hazlo rápido! ¡Corre! ¡Date prisa, que llegamos tarde!
Si eres padre o madre y te reconoces en estos mensajes, te invito a que te pares a reflexionar por un momento sobre ello. ¿Cuántas veces le dices alguna de estas frases a tu hijo o hija a lo largo del día?
Detrás de estas palabras hay estrés, presión, ritmo acelerado,… Y es que vivimos en una sociedad cronometrada, marcada por tiempos medidos, una vida planificada al milímetro.
Si analizamos un día entre semana de cualquier niño o niña en edad escolar, en un alto porcentaje de los casos podemos encontrarnos con una agenda de estas características:
María, 6 años.
Lunes: A las 8:00 en planta, desayuno y a las 9:00 entrada al colegio. Clases de 45 minutos. A las 9:00 h lengua, 9:45 matemáticas, 10:30 plástica, 11:15 recreo, 11:45 naturales, 12:30 música y 13:15 educación física. A las 14:00 h comedor. Salida del colegio a las 15:15. De 16:00 a 17:00 h academia de inglés. Merienda y de 18:00 a 19:00 natación en la piscina. Al salir, de vuelta a casa para hacer los deberes, cenar y a las 21:30 a la cama a dormir.
Y aún quedan martes, miércoles, jueves y viernes…
¿Soportarías tú un ritmo de trabajo similar? ¿Le permitimos a nuestros niños y niñas descansar, jugar a lo que quieran, aburrirse o simplemente no hacer nada en algún momento del día?
El fácil acceso a la información que nos brindan las redes sociales, las nuevas tecnologías y los medios de comunicación hacen que padres y madres estemos bombardeados con mensajes, post y toda clase de artículos escritos por distintos especialistas acerca de la importancia de estimular a los niños y ofrecerles medios para desarrollar sus aptitudes y potencialidades, de lo recomendable que resulta el manejo de un segundo idioma desde edades tempranas, de lo saludable que es la práctica de algún deporte desde pequeños, de los beneficios del teatro y el baile en edad escolar como forma de expresión de emociones, de cómo la música contribuye a favorecer el desarrollo intelectual o la pintura la creatividad,… y un largo etcétera de recomendaciones para todos los gustos. Junto a esto, las presiones de un mundo laboral competitivo y complicado, provocan que padres y madres hagan verdaderos “encajes de bolillos” para cuadrar sus horarios laborales y apuntar a sus hijos e hijas a múltiples actividades, en unos casos con el sueño de que destaquen y se conviertan en genios, músicos, artistas o futbolistas y en otros con la “presión social” de que si no van a extraescolares se quedan solos, pierden el tiempo y van a estar por detrás de los demás.
Pero si analizamos fríamente el resultado de esta combinación nos encontramos, por un lado, con madres y padres “taxistas” agotadas que, además de renunciar a su tiempo personal para andar llevando y trayendo a sus hijos de las actividades, tienen que ajustar sus economías familiares, pues el conjunto de actividades suponen un importante desembolso económico. Y, por otro, a niños y niñas estresados, con un nivel de exigencias elevado para su edad, que no siempre disfrutan o asisten conformes a las actividades a las que han decidido apuntarlos sus padres, que están tan habituados a que les digan qué tienen que hacer en cada momento que si no es así no saben qué hacer o a qué jugar cuando se les deja solos y que, además, en ocasiones muestran carencias afectivas o echan en falta pasar más tiempo con sus familias.
En este entramado, dejamos poco margen para la observación, el juego libre, la improvisación, la invención y el descanso, y se terminan minusvalorando espacios tradicionales de crecimiento como son la calle y el propio hogar. Esto, unido a la pérdida de suelo urbano destinado a la infancia y a las relaciones sociales (hay más terreno destinado a carreteras y aparcamientos para los vehículos que calles peatonales, plazas o parques que favorezcan el juego y el encuentro o la convivencia entre el vecindario), hace que se pierdan espacios de esparcimiento y desarrollo personal a favor de edificaciones comerciales y de ocio diseñadas con una finalidad consumista.
En la calle los niños corren y saltan, inventan juegos, ponen normas y reglas, se pelean y se reconcilian, investigan, observan la naturaleza, cantan canciones, bailan, reciclan y reutilizan materiales, construyen sus propias herramientas,… es decir, trabajan de manera autónoma, transversal e integral las emociones, la expresión corporal, la psicomotricidad, la socialización, desarrollan su creatividad y lo que es más importante, lo hacen libremente, a su propio ritmo, sin las directrices de personas adultas, sin tiempos cronometrados… y gratis.
No se trata de que nos recriminemos nuestra actuación como padres o madres, que ya de por sí es bastante complicada, pero quizás deberíamos pararnos a pensar y hacer un replanteamiento del estilo de vida que seguimos, de los ritmos que marcan nuestro día a día y de los valores que, sin darnos cuenta, estamos transmitiendo a nuestros hijos e hijas.
Esther Vinuesa Mariscal
Pedagoga y madre